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lunes, julio 23, 2007

Himkelamert.

Himkelamert.
Por : Javier Mendoza.

Conocí a Himkelamert el mismo día que había leído de mañana una nota regocijante en el periódico. La nota relataba la historia de una muchacha húngara que, enloquecida por los celos, se había tirado de la cornisa de su departamento en un tercer piso, en Nueva York, y que por desgracia no había muerto como era su intención, sino que con un seco golpe le había caído encima a su amante, precisamente, y lo había matado por el aplastamiento justo cuando él, para aclarar las cosas, se dirigía con ella y pasaba por abajo para entrar al edificio de su amada. Literalmente le había caído el amor del cielo.

La muchacha sobrevivió, con algunos golpes, y aún más llorosa que antes terminó el día sorbiendo café entrecortadamente en una funeraria del Bronx, sin saber si debía lamentarse o felicitarse de su suerte.

Esa nota me había puesto de buen humor. Imaginé la escena desde diferentes ángulos, repitiéndola en mi mente como una fábula moderna. ( … Está claro -fue la conclusión- que nunca hay que vivir en departamentos en altos, ni con cornisa … ).

Cerré el periódico y salí a tomar el trolebús para dirigirme a la Oficina de Patentes a registrar la última invención que había estado diseñando. En el trolebús no había asientos disponibles, por lo que, aprisionando el tubo sujetador proveniente del techo, me sumí, como siempre, en mis pensamientos, teniendo de frente a un enano de enrome cara y barba rala, que se bamboleaba y se aferraba a cada frenazo.

En una de esas sacudidas quedé prácticamente embarrado contra el enano. Mis planos, en la inesperada convulsión, habían caído al suelo. No me disculpé con el repulsivo y pequeño sujeto pues mi única preocupación fue que no fueran pisados ni rotos los elaborados dibujos de aquellos grandes y blancos pergaminos, no tanto porque fueran valiosos sino porque se supone que una persona decente debe actuar así frente a cualquier impertinente. ¡Nuestras cosas deben ser cuidadas, aún a costa de encajarle y sumirle el tórax a un imbécil y jodido enano, carajo que sí!

En realidad no estaba seguro de que el invento que llevaba, esquematizado hasta el mínimo detalle, funcionara. Desde niño había deseado ser inventor o científico. Me gustaba imaginar mecanismos, darle otra utilidad a las cosas, o tratar de descubrir un nuevo elemento químico que sorprendentemente había estado siempre ahí, pero que nadie había caído en la cuenta de que existía, no obstante tenerlo todos frente a nuestras estúpidas narices.

Por ejemplo, recuerdo aquella vez que exaltado y sin poder dormir por varias noches había tenido la idea - en principio extraordinaria - de fabricar calzado de plástico transparente y venderlo junto con botecitos de pintura. Con una pequeña brocha (incluida en el “Shoe-Kit”), las personas se pintarían los pies, escogiendo el color que hiciera juego con sus pantalones o con el vestido elegido. De esta forma ya no habría necesidad de tener varios pares de zapatos, ni de usar calcetines o medias. Bastarían unos minutos para pintarse los pies, ponerse los zapatos y quedar perfectamente vestidos. ¡Una idea práctica, sencilla, justa !

Pero ese invento no había tenido eco, al igual que todos los demás. Por eso en realidad pensaba que los planos del nuevo mecanismo imaginado (un dispositivo tipo reloj que, colocado con correas sobre el pecho justo al frente del corazón, calcula el tiempo de vida que le va restando vivir al usuario en base a complejos algoritmos) correría la misma suerte. Esa fue la razón por la que, habiendo ya bajado del trolebús, lo primero que hice fue tirar los planos a un bote de basura y regresar a pie a mi casa.

La calle en la que me había bajado estaba sucia, con una pátina gris que todo lo envolvía. Al caminar sobre la banqueta, volteaba de vez en cuando hacia arriba por el temor de que me fuera a caer alguna muchacha húngara - o de cualquier otra nacionalidad-. Sin embargo bien sabía que esto no sucedería. A lo mejor me podría caer un enano como el del trolebús, o un piano, o una familia completa volando en el aire -unidas sus manos en el triste y sorprendentemente largo salto al vacío-. O quizá una vaca gorda llena de tubos y en camisón, como tantas que había visto yo en el mundo: con ojos saltones, la tristeza embarrada como loción de masaje y un lípido deseo bramándole desde el fondo de la entrepierna.

Eso pensaba cuando efectivamente me cayó algo. Gotas de lluvia. Comenzaba a llover y yo había salido sin paraguas. ¡Si algo odiaba era quedar empapado, con las ropas escurridas, pegajoso de agua ! No le di tiempo al aguacero. Corrí atravesando la calle hasta llegar a una serie de locales que me ofrecían un buen resguardo por estar sumidos al pie de un edificio.

No me alcancé a mojar. Apenas algunas gotas me lograron tocar, pero estaba visto que tendría que pasar un buen rato en ese lugar. Me entretuve observando las vidrieras de los locales, en su mayoría cerrados. En uno de ellos estaba al frente un letrero perfectamente rotulado que decía: “Himkelamert. Antigüedades”. Me acerqué para atisbar. Era una vieja oficina, con algunos objetos colgados y muchos más en el piso. Al fondo había un escritorio, un sillón amplio y muy usado, dos sillas de mimbre y dos archiveros. Me quedé ahí nada más, esperando que amainara la estúpida lluvia.

No obstante el clima fresco que había traído consigo el agua, comencé a sentir mucho calor -otra vez se apoderaba de mí lo que yo definía como “el cosquilleo”-. Mis venas se agitaron; el corazón me latió con tizones de guerra. Sin embargo, la humedad del aire chocando contra mi rostro sudoroso me hizo sentirme más vivo que de costumbre. Me imaginé ser un árbol humano que es alimentado por la humedad; bien se podría pensar que tuviera yo una gran col retorcida en el lugar donde todo mundo presume albergar un cerebro.

El gusto por la humedad y el vapor -que no por la lluvia- tal vez había nacido desde que descubrí que sosteniendo una plancha de vapor verticalmente y accionándola por unos instantes, las manchas de sangre seca se reblandecen y terminan por ceder completamente, después de aplicarles una solución de soda amoniacal y agua oxigenada. Es infalible.

Esos eran mis pensamientos cuando de pronto un chillido de ratallanta me sobresaltó. Justo frente a los locales donde me encontraba habían atropellado a un hombre. Me dirigí a la escena imaginando la cabeza del atropellado reposando quieta en el pavimento, en medio de la espesa nata roja que siempre decora la escena en esos casos.

Pero el incidente no había pasado de ser un aventón y una caída al suelo. El hombre -viejo, vestido de levita como de siglos pasados- se levantó a duras penas, pidiendo que le buscaran sus anteojos. Los localicé, se los di y el viejo se los ajustó todavía temblando. El conductor, empalidecido, blandió mil disculpas y le preguntó dónde vivía. El atropellado señaló enfrente, hacia los locales, y con cierto acento extranjero dijo: “Himkelamert... me llamo Himkelamert. Enfrente es la oficina mía”.

Me ofrecí a ayudarlo a llegar hasta los locales, pensando que algunas veces todos , incluso yo, guardamos ciertos impulsos de cortesía. El viejo se apoyó en mi hombro y con trabajo comenzó a caminar.

Mientras avanzamos recordé un libro de Única Zürn...


El libro se llamaba “Primavera Sombría” y relataba la historia de una pequeña niña -la propia autora- y su desgajada y terrible infancia signada por la aparición de brotes esquizofrénicos. La niña, de unos nueve años, tenía un perrito al que le había enseñado a lamer su tierna vagina en sesiones de juegos que se prolongaban durante horas. Era su compañero, el único -pensaba la pequeña- que en verdad sentía algo por ella.

En un limitado pero muy ordenado piso de un solo ambiente y en altos vivía ella junto con su madre y su hermano; a su padre nunca lo había conocido ni tenía ninguna foto ni recuerdo alguno.

Resulta que una vez que había ido con su hermano a un balneario del sector oeste donde vivían en Berlín, la niña conoció a un muchacho mucho más grande que ella, de piel morena y aspecto de artista de cine. Sin duda era extranjero, por sus profundos ojos negros, su cabello rizado, también negro, y un encantador porte magnético poco común.

Con la terca convicción más propia de un amor de hormona y fluído que de una niñería, se las arregló en su casa para convencer a su hermano e ir al balneario casi a diario. En los años cuarentas, donde se sitúa la historia, los balnearios consistían en grandes piletas redondas, hechas de madera y unidas con chapopote en sus junturas. Estas piletas estaban regularmente al centro de patios o galerones, rodeadas de sillas y sillones para tomar el tímido sol teutón.

Ella nunca se metía al agua ni le hablaba al muchacho, a quien se le podría calcular entre 19 ó 20 años. Se contentaba con permanecer tomando el sol y mirarlo, conteniendo la respiración cada vez que él pasaba cerca de ella después de un clavado. Algunas veces sentía celos al verlo platicar con mujeres mayores y se odiaba por ser pequeña. Entonces trataba de contentarse pensando que nadie jamás lo querría como ella. Que nadie recorría con la mirada su perfil como ella lo hacía. Que nadie besaba las gotas de agua que destilaban sus desnudos pies húmedos cuando pasaba frente a ella. Que nadie hacía suyo, como ella lo hacía, el mechón de pelo que le caía en la frente. Que, en definitiva, nadie cerraba con tal devoción los ojos sólo para aspirar mejor el aroma a madera mojada y chapopote, aroma que estaba segura provenía más de él que de la pileta.

Un día sucedió que él no regresó más al balneario. La niña se aterró. Pensó que mil cosas le pudieron haber pasado. A lo mejor había regresado a la India -porque deben saber que su aire de misterio no podía provenir de otro país más que de la India-. Quizá lo habían deportado. O lo peor: podía haber sido hecho prisionero, sufriendo salvajes tormentos... de la guerra se decían cosas terribles. Pero, ¿a quién podría preguntarle? ¿Con quién descargar su pecho? ¿Cómo seguir viviendo?

A la cuarta vez que regresó al balneario y vio que no estaba su amado, por fin se decidió a preguntar por él. Los amigos del muchacho -un grupo de jóvenes berlineses- le dijeron que tenía más de una semana enfermo. ... ¡Enfermo! ¡Pobrecillo! ¡Cómo estaría sufriendo! ¡Y sin que nadie lo atendiera! No, ella no podía permitir eso. Iría a visitarlo para saber cómo estaba, para cuidarlo. ¡Para que él supiera que ella lo amaba y que no estaba solo!

Decidió visitarlo al día siguiente. No quiso decirle a su hermano que la acompañara a esa visita a la casa del muchacho, porque le daba miedo que se burlara de ella. ¡Nadie debía saber del amor que sentía por él! Esa noche se durmió temprano y tuvo sueños lindos. Se veía como enfermera, al pie de su cama, atendiéndolo amorosamente. Después, él la besaba y le acariciaba el rostro y el cabello en forma tan gentil que daban realmente ganas de estremecerse...

Por la mañana, cuando la casa se quedó sola habiendo salido su madre a trabajar y su hermano a la escuela, se dirigió al ropero y tomó algunas monedas del bote que su mamá guardaba entre las ropas. Salió apretando las monedas en su pequeña mano. El plan era tomar el tranvía en otra zona lejos de su casa, donde los conductores no la conocieran ni le hicieran preguntas, o se sorprendieran de que ella viajase sola.

A las pocas cuadras sintió miedo. ¡La ciudad era tan grande! ¡Ella tan pequeña, tan fácil presa de quien quisiera hacerle daño! Apretó aún más fuerte las monedas que traía en la mano y siguió caminando. Llegó a una parada de tranvía lo suficientemente alejada y se quedó esperando. Pronto llegó uno, pero no se atrevió a tomarlo. Pasaron varios más antes de que se animara a pedirle ayuda a una señora diciéndole que debía encontrar la calle Arbaitstrasse y que no sabía cómo llegar a ella. La señora le hizo la parada al tranvía, la tomó de la mano, subieron y se sentaron juntas. La niña continuó explicándole que iba a encontrarse con su madre en la dirección buscada; que había ido a visitar a una tía y que no tenía más remedio que regresar sola porque su tía estaba enferma, sin poderse mover de la cama. También le dijo que eran nuevos en Berlín habiendo llegado de Renania, que odiaba la guerra y los ladrones, que le gustaban mucho los malvaviscos pero que los perritos pequeños era lo que más adoraba en el mundo.

Se bajó donde le indicó la señora y comenzó de nuevo a caminar. Aún faltaban muchas cuadras para llegar a la calle de su amado. Varias veces tuvo que desandar lo recorrido y preguntar el camino porque perdía la ruta. En sus manos sudorosas las monedas del transporte parecían talismanes que la guiaban a su cita. El ruido de los autos, los bocinazos y la gente, la aturdían. A cada ruido ella apretaba el paso. El corazón le latía con vigor, haciéndole saltar su blusa blanca -la que había lavado y planchado con gran parsimonia especialmente para esa ocasión -.

Al pasar frente a un vendedor de melocotones se preguntó si le gustarían esas ricas frutas al muchacho; a ella le encantaban. Compró una bolsita (su amado necesitaba reponer energía, y qué mejor que deliciosos melocotones para recobrar fuerzas y vencer a la enfer-medad.... ¿ no es así ? ).

Al llegar por fin a la dirección -que tenía apuntada en un papel- sintió agitarse más su corazón. Se detuvo frente a la puerta y el valor la abandonó. Pensó en regresarse; imaginó que él tomaría su visita como una bobería infantil y eso le hizo sentirse mal. Se ruborizaba solo de pensar que el muchacho descubriera el amor tan grande como secreto que sentía por él.

Estuvo sentada en la banqueta, apretando la bolsa de melocotones durante media hora. Se paraba, se acercaba a la puerta, regresaba a la banqueta, se limpiaba las manos mojadas de sudor... respiraba hondo para ahuyentar el mareo que la sofocaba. Finalmente reunió fuerzas y tocó el timbre. Oyó pasos dirigiéndose a la puerta, la cual se abrió apareciendo el muchacho. Él se sorprendió de verla ahí: la había reconocido como la niña de rostro serio y ojos circunspectos que iba frecuentemente al balneario. Le sonrió y sin hablar, con un ademán, la invitó a pasar.

- Supe que estaba enfermo -dijo ella, después de un silencio embarazoso.

Él había regresado a un catre que estaba tendido en una esquina de la sala de la casa, y se había recostado, tapándose con una manta. Tosía de vez en cuando, cubriéndose la boca con un pañuelo. La miraba entre divertido y extrañado.

- Mire, le compré unos melocotones...son buenos para la gripe...bueno, eso creo...- dijo ella, bajando la cabeza, apenada, y mirando fijamente la bolsa de papel que apretaba contra su pecho.

Él le pidió que se acercara y tomó la bolsa. Comenzó a comerse un melocotón, escupiendo las semillas al suelo. Ella se agachó y recogió una semilla porque de pronto había tenido la idea de ensartarla con un hilo y hacerse un amuleto; así siempre recordaría ese momento único y sublime.

- Es para un amuleto - dijo ella turbada, guardándose la semilla en la bolsa de su blusa y encendiéndosele aún más el pequeño rostro.

Entonces oyó una voz de mujer que provenía de la pieza junto a la sala.

- ¿Quién es, cariño? - preguntó una muchacha rubia y muy alta, al tiempo que entraba a la sala, se sentaba al lado del muchacho y le comenzaba a acariciar el pelo.

- ¡Ah! -volvió a decir la jóven- Me parece haberte visto en el balneario... qué linda en visitarnos...

La niña también la había reconocido. Era una de las amigas del muchacho, aquella quien con más frecuencia lo acompañaba en el balneario.

- Bueno -dijo la niña- creo que ya debo regresar a mi casa.

Esa noche, ya acostados su madre y su hermano, la niña se trepó a la ventana de su cuarto y saltó. La madre fue despertada por los ladridos del perro, que corría en círculos tratando de hacer levantar a su pequeña dueña. De cuando en cuando se detenía a lamerle la vagina, para después seguir corriendo a su derredor, atontado, sin entender por qué no se movía su compañera y jugaban como siempre lo habían hecho. A cada recorrido las pequeñas patas del perro se manchaban de un rojo brillante, dejando un difuso círculo rosado que enmarcaba el pequeño cuerpo tendido, un cuerpo infantil que mas bien parecía dormir.

Me di cuenta -por la cara de Himkelamert- que más que evocar en mi mente esa historia la había yo estado relatando con todos sus detalles. El viejo estaba mudo. Con expresión de asombro se me quedó viendo, sin entender por qué un extraño le contaba historias como esas. Se encontraba sentado en el sillón del escritorio de su oficina, y yo, de pie, había escenificado lo que había contado. Sin despedirme salí de la oficina. La lluvia ya había terminado del todo.

De no haber recordado esa historia, sé muy bien lo que hubiera pasado. Hubiera sacado el estilete que guardo siempre en la bolsa trasera de mi pantalón, y rasgado velozmente el abdomen de Himkelamert, viendo cómo se desbordan los intestinos, súbitamente liberados; se hubiera manchado mi ropa al tratar Himkelamert de sujetarse de la silla de mimbre que estaba al frente suyo, para en realidad caer sobre mí con su viejo y pesado cuerpo, sin comprender qué era lo que había pasado; y hubiera tenido, también, que usar soda amoniacal y agua oxigenada una vez más para expulsar las manchas rojas de mi ropa, al llegar a casa.

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