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miércoles, junio 20, 2007

Tendencias decisivas centro-periferia en la crisis global.

La discusión para crear una patria y un mundo mejores se ha hecho cada vez más compleja. La geografía política de izquierda-centro-derecha ya no describen nada y mucho menos explican nada. De esta misma forma, conceptos en algún momento útiles como: imperialista-colonizado; norte-sur; primer mundo-mundo subdesarrollado; etc., ya no son útiles porque ya no corresponden a ninguna realidad con tal simpleza, con límites tajantes y concepciones polares sucintas.
Por esta razón, es necesario trasladar la discusión a esferas más complejas, contradictorias, sutiles y ricas, para que gane en precisión y, sobre todo, en imaginación, tanto en el análisis mismo como en la calidad y viabilidad de las propuestas y lineas de acción surgidas de él.
Sobre esta linea, el posteador les presenta un fragmento del excelente trabajo realizado por Jorge Beinstein acerca de la generalización de la crisis global.

Tendencias decisivas centro-periferia en la crisis global.
Por : Jorge Beinstein.

Por debajo de la euforia globalista, operaron durante los 90 corrientes profundas provenientes de la crisis de los 70 y, en ciertos casos, desde antes. Algunas, como los procesos de concentración económica, fueron sepultadas por la propaganda; otras, como las declinaciones estatales, fueron despojadas de sus efectos negativos y presentadas como símbolos de progreso; y aquellas inocultables, como la extensión de la miseria y de la criminalidad, fueron señaladas como males pasajeros que el propio sistema terminaría por superar.

1.- En primer lugar, la escisión entre centro y periferia en lugar de diluirse en una nueva distribución internacional del potencial productivo se ha profundizado aun más. Siguiendo las estadísticas del Banco Mundial (The World Bank, 1998) constatamos que los países calificados como de «alto ingreso» (aproximadamente el 16% de la población del planeta) representaban en 1980 el 73% de Producto Bruto Global saltando al 80% en 1996, los países del G7 (11,7% de la población mundial) pasaban del 61% al 66%. No se trata de crecimientos productivos a diferentes ritmos sino del progreso de los más ricos contra el retroceso absoluto de los más pobres; los países del G7 aumentaron su PBI per capita entre 1985 (22.500 US$) y 1995 (27.500 US$) en un 22% mientras que los 47 países menos desarrollados (1050 millones de habitantes en 1996) descendían de 333 US$ a 290 US$ (caída del 15%) y un segundo grupo de 51 naciones de ingreso medio-bajo (1.150 millones de personas) pasaba de 1900 US$ a 1670 US$, es decir una reducción del 14%. Si a esos dos conjuntos agregamos 7 países subdesarrollados (240 millones de habitantes) calificados como de ingreso medio-alto donde también cayó el PBI per capita, nos encontraremos con que a lo largo de esa década el indicador descendió en 105 países que representaban el 43% de la población mundial.

Pero la brecha geográfica se ha profundizado mucho más que lo expresado por dichas cifras, la superconcentración de los medios de comunicación y del potencial de procesamiento informático, la degradación de los sistemas educativos y científicos periféricos, la generalización del caos urbano y el deterioro estatal en esas naciones, etc., colocan a los países de alto desarrollo en una suerte de monopolio tecnológico que nos retrotrae al panorama de comienzos del siglo XX, reproducción ampliada de hiperdesarrollo y subdesarrollo, del centro imperial y su periferia, territorialmente bien delimitados, atravesó teorías desarrollistas-keynesianas, neoliberales y socialistas. La crisis actual plantea el tema de la supervivencia de esa dualidad precisamente porque los efectos entrópicos de su exacerbación extrema parecerían sumergir al sistema global en una profunda decadencia.

2.- Segundo, la concentración empresaria mundial. La participación de las 200 más grandes empresas globales en el Producto Bruto Mundial pasó del 24% en 1982 a más del 30% en 1995 llegando al 33% en 1997. La actual avalancha de fusiones y el impacto concentrador de la crisis colocarían a esa cifra antes de fin de siglo en un nivel superior al 35%, pero si consideramos las primeras 500 firmas globales estaríamos tocando actualmente el 45% del Producto Bruto Mundial y llegaríamos al 65% si consideramos al conjunto de empresas transnacionales (unas 35 mil). La casi totalidad de las mismas tienen su casa matriz en los países centrales, en 1995, por ejemplo, el 89% de la facturación de las primeras 500 empresas globales correspondía a firmas originarias del G7 (Fortune-Global 500; Clairmont 94, 97).

Los procesos de concentración geográfica y empresarial se potenciaron mutuamente, la periferia (donde se produjeron masivas desnacionalizaciones y privatizaciones, liquidaciones de pequeñas y medianas empresas, extinciones o fuertes reducciones de burguesías y burocracias nacionales) quedó indefensa frente al poder de los grupos transnacionales. En general la hipertrofia financiera, el estancamiento y retracción de numerosos mercados y la aceleración de la guerra tecnológica causaron una sucesión de absorciones, fusiones y quiebras cuyo beneficiarios últimos han sido grupos de negocios cada vez más extendidos cuya amplia variedad de operaciones es unificada a través de visiones y prácticas gerenciales cortoplacistas mucho más cerca del espíritu de la especulación bursátil y cambiaria que de la ingeniería de producción, sobrecargando a la globalización de componentes parasitarias.

3.- Tercero, el agravamiento de la desigualdad, el empobrecimiento y la exclusión en la periferia pero también en los países centrales impulsan y son impulsados por los procesos de concentración descritos. Tanto en el área subdesarrollada tradicional como en los nuevos países satelizados del ex bloque soviético las estrategias neoliberales produjeron el desmantelamiento de burocracias estatales, sistemas de seguridad social, empresas públicas y estructuras proteccionistas, combinado con la reconversión de elites locales a negocios financieros, comerciales, etc. (muchos de ellos semilegales o abiertamente ilegales), produciéndose enormes transferencias de ingresos hacia las empresas globales y las clases altas internas, todo ello acompañado por euforias consumistas centradas en bienes y servicios importados. Las víctimas fueron las clases bajas y un amplio abanico de sectores intermedios que se empobrecieron rápidamente.

Una primera línea de pobreza periférica delimitaba en 1996, según el Banco Mundial, a unas 1.300 millones de personas que sobrevivían con ingresos inferiores a un dólar diario, una segunda línea abarcaba a 3.000 millones de personas con ingresos menores a 2 dólares diarios (60% de la población de la periferia). Una corrección muy conservadora nos haría incrementar esa masa con otros 200 millones de periféricos pobres pero con ingresos superiores a los dos dólares diarios, lo que nos acercaría a los 3.200 millones de habitantes, 70% de la población periférica y 55% de la población mundial6 (The World Bank, 1998).

A este megagrupo de pobres del subdesarrollo debemos asociar a una segunda categoría de pobres del Primer Mundo que también ha estado creciendo vertiginosamente. Se trata de un conjunto cualitativamente diferente del anterior, integrado por desocupados, subocupados, familias cuyos ingresos las colocan por debajo de las fronteras nacionales de pobreza, etc. El incesante aumento de la desocupación en los países de la OCDE es un primer indicador del fenómeno (20 millones de desocupados en 1980, 25 millones en 1990, 36 millones en 1996); en la Unión Europea el desempleo cobró un fuerte impulso en los años 90 (8 millones de desocupados en 1980, 12 millones en 1990, cerca de 19 millones en 1996), período en el que las modestas tasas oficiales de desempleo en Japón empezaron a ascender a medida que se enfriaba la economía. Mientras tanto, Estados Unidos habría conseguido el aparente milagro de reducir el nivel de desocupación coincidente con un buen ritmo de crecimiento del PBI, pero el indicador oficial de desempleo no refleja el deterioro del nivel de vida de las clases bajas, pues dicho indicador es el resultado de manipulaciones estadísticas que subestiman el volumen real de desempleados y la expansión de la precarización laboral, además que otras cifras evidencian la agravación de los procesos de concentración de ingresos, exclusión social y empobrecimiento absoluto de amplios sectores sociales. El 40% de la población activa ocupada tenía hacia 1993 ingresos menores que veinte años antes; según los datos oficiales, el salario horario real promedio de 1998 en el sector de servicios era un 4,6% inferior al de 1973, en la industria el descenso entre ambas fechas había sido del 10,9% (BLS, 1998); hacia 1977 existían en Estados Unidos 24,7 millones de pobres que representaban el 11,6% de la población; veinte años después el país contaba con 35,5 millones de pobres, el 13,3% de la población: en términos absolutos la pobreza había crecido un 43% (Dalaker J. & Naifeh M, 1998).

En síntesis, la globalización liberal se expresó a través de un crecimiento cada vez más rápido de pobres y excluidos; en la zona subdesarrollada estos sectores abarcan a la mayoría aplastante de la población en cuyo seno se extienden velozmente grupos en extrema pobreza (áreas de desastre social), en las zonas de alto desarrollo se trata de «minorías» en aumento cuyo nivel de consumo se aleja cada vez más de las capas superiores y medias nacionales pero que están muy por encima del de sus pares periféricos. Ambos espacios de pobreza no pueden ser unificados bajo rótulos comunes de «pobreza relativa»: hacerlo sería forzar ideológicamente la realidad. El desastre periférico asume una especificidad irreductible cuya evaluación ilustra acerca de la no viabilidad global del neoliberalismo.

Desde el punto de vista del funcionamiento de la economía mundial, la caída del consumo de las capas inferiores no llega a ser «compensado» por la expansión consumista de los grupos privilegiados; la desaceleración general de la demanda y los desajustes estructurales derivados constituyen la base histórica de la sobreproducción potencial con centro en firmas globales embarcadas en una guerra tecnológica y financiera irresistible.

4.- Cuarto, la crisis del Estado fue impulsada en las sociedades centrales por tres tendencias convergentes: por una parte la expansión global de las grandes empresas, que desbordó a las administraciones públicas; por otra el endeudamiento creciente, que estableció la subordinación de los gobiernos ante «los mercados financieros»; y finalmente la desocupación, el empobrecimiento y la concentración de ingresos y sus secuelas en términos de marginalidad urbana, predominio del individualismo y otros factores que deterioraron seriamente el «pacto keynesiano» («estado de bienestar») instalado en los años 50 y 60 afectando los vínculos entre estado y sociedad civil (especialmente las clases medias y bajas). El estado perdió legitimidad «desde arriba» (a nivel del poder económico) y «desde abajo». La desregulación financiera y comercial, las privatizaciones, las deslocalizaciones industriales, desarticularon formas de integración social y control económico que en los años 60 parecían «conquistas históricas irreversibles».

En los países periféricos dicha crisis se manifiesta de una manera más dramática. El incremento exponencial de los excluidos se combinó en los 90 con una avalancha de privatizaciones que desnacionalizaron la mayor parte de las empresas estatales y redujeron a la mínima expresión la intervención económica pública. Si ya antes de esto buena parte de los estados periféricos disponían de un bajo poder de decisión, la ola neoliberal llevó al colapso o a drásticas reducciones a las administraciones públicas. El Estado se alejó de las zonas urbanas marginales, convertidas en tierra de nadie; bandas mafiosas se lanzaron a la rapiña de los patrimonios nacionales conformando inéditos panoramas de subdesarrollo caótico y signado por la corrupción.

En plena euforia neoliberal, buena parte de los gurúes consideraban a la ruina estatal como un proceso positivo que eliminaba trabas burocráticas a la expansión de la economía de mercado, pero la crisis iniciada en 1997 los llenó de pánico; el desorden financiero, la sucesión de colapsos productivos (Asia del este, Rusia ...) dejaron al descubierto que el capitalismo no es una pura interacción de empresas y clientes sino un conjunto más vasto en el que diversas componentes (institucionales, culturales, etc.) de regulación y control social constituyen factores indispensables para la supervivencia del mismo; al degradarse la administración pública, el sistema pierde un punto de apoyo esencial y el caos se generaliza.

5.- Quinto, en el marco general de la globalización se han desarrollado claros síntomas de entropía que se extienden como manchas de aceite. El caos urbano es uno de ellos, coincidente con el fenómeno de expansión demográfica y declinación económica en la periferia, donde se suceden los primeros colapsos, expresiones agudas de una marea irresistible que empieza a tocar espacios, por ahora minoritarios de algunos países centrales. Integrando el proceso de degradación urbana pero extendiéndose más allá del mismo, fueron emergiendo las llamadas «zonas grises», marcadas por la exclusión social, donde la legalidad estatal tiende a desaparecer (Minc, 1993). Mientras aumenta la urbanización de la humanidad, el mundo urbano deviene mayoritariamente periférico y en las ciudades del subdesarrollo se expande velozmente el porcentaje de marginales residentes en las áreas de exclusión.

En los 90 creció, como nunca antes, la inseguridad urbana, uno de cuyos aspectos más llamativos ha sido la multiplicación de delitos de alta violencia. El fenómeno ha sido asociado a los procesos convergentes de crisis-repliegue del estado y de maginalidad-desocupación-empobrecimiento inscritos en la dinámica de la globalización. Deberíamos agregar un tercer factor: la «descomposición cultural» de vastos sectores sociales que incluye la declinación de creencias colectivas igualitarias, solidarias, de identidad nacional, reemplazadas por diversas formas de amoralidad y egoísmo disociador.

Esa inmensa criminalidad emergente es la base social de la delincuencia organizada, suma de tramas complejas que conectan elites financieras, políticos corruptos, estructuras militares y policiales mafiosas, pequeños y grandes traficantes de drogas, bandas de ladrones y secuestradores. La extensión mundial del parasitismo significa no solo hiperdepredación de fuerzas productivas sino también liquidación de reglas de convivencia, regulaciones civilizadas, convirtiendo a la vida cotidiana en un infierno.

Un aspecto complementario es la corrupción ascendente que organismos internacionales, como el Banco Mundial o el FMI, atribuyen a los Estados subdesarrollados resistentes a la dinámica de la economía de mercado, pero la arbitrariedad, el favoritismo o la «imprevisibilidad judicial» —en suma, la transgresión permanente de las normas legales— son componentes indispensables del capitalismo periférico real, tal como se presenta en los 90, donde las empresas transnacionales, los grupos financieros y las elites locales operan como jaurías depredadoras con expectativas de hiperbeneficios incompatibles con el funcionamiento de reglas de juego, incluso las más favorables a dichos intereses. Las bandas cleptocráticas de políticos y funcionarios públicos son las versiones grotescas, en el submundo, de las «hábiles maniobras financieras» de George Soros, de las exigencias despiadadas de Michel Candessus o de las bravuconadas imperiales de Tony Blair y George Bush.

La fulgurante expansión de las redes mafiosas constituye hoy un dato decisivo del sistema global. El ingreso anual mundial del narcotráfico (esencialmente un negocio de países ricos) era evaluado a comienzos de esta década en unos 500 mil millones de dólares; dicho monto ha estado aumentando de manera acelerada, y actualmente supera holgadamente los 600 mil millones, produciendo impactos sociales catastróficos en los países subdesarrollados. Expertos en el tema han introducido la distinción entre los llamados «narco-estados», donde hay evidencias de que las mafias tienen acceso a los resortes fundamentales del Estado, poniendo a su servicio al ejercito, a la policía, a la justicia, etc., y los llamados «estados-bajo-influencia», donde el grado de penetración de esas redes en el poder es suficientemente grande como para asegurarles un amplio margen de impunidad.

La narcoeconomía integra un sistema más amplio compuesto por una multiplicidad de negocios ilegales y legales estrechamente imbricados, cuyos ingresos anuales originados por actividades delictivas era evaluado hacia mediados de los 90 por las Naciones Unidas en aproximadamente 1 billón de dólares, y cubre desde el narcotráfico hasta el comercio de armas, la prostitución, la «protección», el secuestro, el juego clandestino, el contrabando, etc. La cifra real estaría entre 1,5 y 2 billones, pero al negocio ilegal es necesario sumar los negocios legales asociados (industria, comercio, turismo, transporte, sector inmobiliario, especulación financiera, etc.), agregando ambos rubros era posible en 1997 superar los tres billones de dólares (alrededor del 10% del Producto Bruto Mundial).

El análisis de diversos indicadores nos lleva a formular varias hipótesis sobre mafia y globalización. La primera de ellas es que nos encontramos en presencia de un crecimiento vertiginoso del poder mafioso (que se ha convertido en un factor decisivo del sistema global). La segunda es que el rastreo de cualquier red mafiosa importante nos lleva indefectiblemente hasta el corazón de la economía mundial, los países centrales, allí donde se encuentran las conducciones estratégicas del negocio, que no deben ser pensadas como bandas de gángsters clásicas o como «logias» criminales secretas al margen o en el subsuelo del establishment, sino como componentes «normales» y en ascenso del mismo en tanto ingredientes indispensables del sistema dominante (la práctica mafiosa ha devenido funcional a la economía de mercado globalizada). Tercera hipótesis: la expansión mafiosa, dado su peso relativo y penetración globales y su conducta depredadora, constituye no sólo una componente esencial de la economía global de mercado, sino una de sus tendencias dominantes coincidente con la euforia neoliberal, la hipertrofia financiera, los procesos de marginalidad social y crisis del estado. La música de fondo del fenómeno es el desarrollo sin precedentes de las más variadas formas de parasitismo. Según Jean Ziegler, el crimen organizado ha pasado a ser «la etapa superior» y «paroxística» del capitalismo signada por la realización de hiperbeneficios a velocidad vertiginosa. En buena medida es así, aunque esta mutación no se entiende si no hacemos referencia a la financiarización del mundo empresario y a la obtención de superganancias especulativas que compensan la reducción de la rentabilidad en las actividades productivas.

Si bien el parasitismo y el poder mafioso aparecen a la cabeza del desorden decadente, ello no debe hacernos ignorar otros aspectos como las catástrofes sanitarias (SIDA, renacimiento de antiguas enfermedades sociales como la tuberculosis, etc.), las hambrunas, las guerras étnicas, las olas de refugiados y otros males cuya convergencia temporal no puede ser el resultado de una casualidad, sino de causas estructurales, de cambios cuyo motor es la globalización neoliberal.


Nota bibliográfica.- Fragmento tomado del ensayo : “La declinación de la economía global: De la postergación global de la crisis a la crisis general de la globalización” Por : Jorge Beinstein
(Trabajo presentado en el Encuentro Internacional sobre «Globalización y problemas del desarrollo», organizado por la Asociación de Economistas de América Latina y el Caribe, y la Asociación Nacional de Economistas de Cuba, La Habana, Cuba, 18 al 22 de enero de 1999 ).

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