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lunes, junio 18, 2007

Cuidado de los derechos

Miguel Bazdresch

La costumbre es una excelente crema antiarrugas. La costumbre, la inefable continuidad de la cotidianidad torna invisibles las rugosidades de la vida diaria de personas y pueblos. La fuerza de la costumbre no es violenta. Es igual a la fuerza de la gota de agua sobre la piedra: tenaz, incansable y, sobre todo, terriblemente eficaz. Contra el muro de la costumbre se estrellan normas, leyes, razones, razonamientos y, desde luego, toda ideología. A esa fuerza se enfrenta quien intenta cuidar los derechos humanos en una colectividad como la nuestra.

Alguna vez, un amigo, involuntario maestro de vialidad, me dijo: “Manejar en esta ciudad consiste en aprender cuáles de las señales de tránsito son adorno y cuáles son respetables”. La señal se respetaba si era coherente con las prácticas de vialidad del sitio concreto. De otro modo, se ignoraba. Reinaba la costumbre.

El cuidado de los derechos humanos, esa formidable construcción racional con la cual pretendemos evitar los males causados por quien se comporta como superior a otros, se enfrenta a las costumbres. Son éstas, y no las leyes escritas, las que determinan si se vale o no cierta acción de la autoridad. Ejemplos leves: vejar a un joven porque se atrevió a mirar de frente al policía que lo retiene, sin derecho, es costumbre aceptada. “No los provoques”, es el consejo. Burlas y peticiones indignantes de custodios y funcionarios es lo mínimo a soportar por una mujer (peor si es joven) si quiere salir de un trance de barandilla. “Es un acto aislado” o “se lo merecen”, es la acostumbrada (y aceptada) declaración acerca de una golpiza, de un exceso, de una tortura. Cobros misteriosos, trámites inusitados, favores denigrantes, son la costumbre en la relación entre gobernantes y pobladores. ¿Qué derechos son adorno y cuáles se pueden exigir?

En estos días, el Congreso del Estado ha de nombrar a quien fungirá como ombudsman jalisciense los próximos cinco años. Ese cargo tiene el mandato constitucional de cuidar los derechos humanos, es decir, hacerse cargo de sancionar su vigencia en las actuaciones de la autoridad con la población. La belleza del encargo se enfrentará con la sordidez de la costumbre autoritaria cotidiana. Y con el hábito ciudadano de aceptarlo. El ombudsman ha de ayudarnos a ver nuestras arrugas, a hacernos inaceptables de vejación, la discriminación, el exceso “necesario”, la prepotencia y la impunidad. Se trata de aprender a cuidar, todos, de los derechos de todos.

mbazdresch@milenio.com

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