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sábado, febrero 24, 2007

Opinión - Jesus Silva-Herzog Marquez

El idiota

Publico

Las declaraciones recientes de Vicente Fox parecen el sello exacto de su política. La justa síntesis de una visión del mundo, el resumen perfecto de su paso por el gobierno. El contexto es revelador. El ex presidente dictaba en Washington una conferencia sobre la preservación de la democracia en las Américas. Narran las crónicas que, tras sus palabras iniciales, atendió preguntas del público que ocupó la mitad del Kennedy Center. Una de ellas fue, quizá, la más obvia y previsible tomando en cuenta el sitio y el momento. Se refería a las dificultades de la ocupación estadunidense en Irak. ¿Qué consejo le daría usted al presidente Bush? El antiguo presidente de México hizo gala de su inteligencia geoestratégica. Supongo que nadie imaginaba una disertación kissingueresca sobre las lecciones de la paz de Westfalia para el nuevo orden internacional, pero quizá podría pensarse que el mexicano podría haber ofrecido una defensa razonada de su voto en el Consejo de Seguridad. O, más modestamente, que podría repetir alguna línea común de las que se la prensa publica diariamente. Pero el ex presidente Fox tuvo a bien compartir una experiencia personal. En un instante brincó de la sangre en Bagdad a los papeles de El Encino. El mexicano abría su corazón públicamente: yo perdí en el caso del desafuero, “tuve que retirarme y perdí. Pero 18 meses después, me desquité cuando ganó mi candidato”. No me cabe la menor duda que las certezas del presidente Bush se habrán cimbrado al enterarse del consejo. Seguramente la estrategia norteamericana cambiará tras escuchar las enseñanzas de Fox y Tony Blair habrá mandado de inmediato a sus estrategas para estudiar las lecciones mexicanas que se desprenden de la rivalidad Fox-López Obrador.

Si tiene sentido regresar a los dislates del ex mandatario es porque, como decía hace un momento, sintetizan su visión política, es decir, su idiotez. Uso la palabra con corrección etimológica. Los diccionarios de raíces explican que el idiota no era el débil de juicio sino el supremo egoísta, aquel que no estaba interesado más que su asunto. Idiota: un hombre que lleva el interés por su vida al extremo de olvidar cualquier consideración por lo público. Un hombre privado que carece de cualquier talento y vocación para desempeñarse en el foro; aquel que cree innecesaria a la sociedad para su existencia; el hombre al que la comunidad le tiene sin cuidado. Se sabe que los inventores de la democracia estaban convencidos de que el hombre era un animal político. Más que un animal de razón, una criatura urbana. Fuera de la ciudad, decía Aristóteles, los hombres serían bestias o dioses. Quienes no se interesaban por la ciudad eran idiotas.

No es extraño que quienes nos legaron la idea democrática nos hayan entregado también una enérgica condena de la idiotez. El repudio del encierro individualista es central para aquella concepción política. Una democracia requiere ciudadanos: individuos capaces de dialogar, de escuchar, de actuar y razonar en público. Hombres que registran lo precedente y lo contiguo; que toman en cuenta lo ajeno y anticipan lo que está por venir. Si el gobernante es el primer ciudadano es porque debe ejercer como tal: reconocer lo que lo circunda y limita, escuchar a quienes lo cuestionan, atender razones y ofrecer réplicas. Saber, pues, que él no es el origen de todo ni la explicación única del cosmos.

La gestión de Vicente Fox fue la lamentable invasión del egocentrismo en el mundo de lo político. No hablo de una ambición sino de una mentalidad. Vicente Fox nunca sintió ese apetito de poder que lleva a los gobernantes a concentrar decisiones o a acumular responsabilidades. Todo lo contrario. Se acobardó siempre ante el imperativo de resolver una controversia y rehuyó hasta donde pudo cualquier decisión. Lo notable es que, a pesar de esa inapetencia de poder, vio a México y sus problemas como una extensión de su ánimo. Y la historia de su sexenio es retenida por él como la crónica de sus afectos y resentimientos.

Se creyó el inventor de la democracia. Antes de él, el foso histórico de una dictadura impenetrable. Gracias a él, la democracia plena. El gobernante creía en sí mismo pero no creyó nunca en el gobierno y no se tomó la molestia de adentrarse en las complejidades del artefacto pluralista. Ahí están los resultados de esa filosofía política de la idiotez. Creyó en los poderes mágicos de su encanto y el prodigioso embrujo de su personalidad. No se percató que, a su lado, había otros poderes, que su voluntad no se traducía automáticamente en hecho si no era capaz de convocar respaldos.

Hace unos días en Washington Vicente Fox exhibió con claridad ese encierro de espejos en el que vivió. México soy yo y mis enemigos. El desafuero fue para él un conflicto personal. Una obstinación para sacar del juego a un enemigo. Lo mismo puede decirse de su lectura de las elecciones del año pasado. Los candidatos no cuentan, las instituciones no importan, las estrategias acertadas y fallidas son irrelevantes. Lo que pesa en su valoración del proceso electoral reciente es el éxito de una venganza.

Si el idiota es el anticiudadano es también porque encarna la irresponsabilidad del insociable. El ciudadano piensa en la ciudad para actuar. Se adelanta para anticipar el efecto de sus decisiones y modelarlas de acuerdo al interés público. Al idiota, por el contrario, le tiene sin cuidado el efecto de sus decisiones. Actúa como le da la gana; nadie tiene derecho a reconvenirlo. No encuentro razones para justificar el antiguo silencio de los ex presidentes. Tampoco encuentro justificaciones para reivindicar de manera tan fehaciente el derecho constitucional a decir idioteces.

jsilva@milenio.com

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